Adriana Carr Pérez. Foto: Naturaleza Secreta.

En la historia de la ciencia cubana hay nombres que son columnas. Discretas, esenciales, a menudo fuera del foco. Adriana Carr Pérez es uno de ellos. Bioquímica, fundadora del Centro de Inmunología Molecular (CIM) y reciente galardonada con la Orden Carlos J. Finlay, su relato no es solo una crónica personal, sino un fragmento vivo de la epopeya de la biotecnología nacional. Habla sin bata –“la mía está toda estrujada”–, con la sencillez de quien ha dedicado su vida a lo esencial: entender el cáncer para vencerlo.

“Realmente soy fundadora del CIM, es decir, vengo con el grupo original… de los jovencitos de esa época”, dice con una sonrisa que delata el orgullo de quien ha sido testigo y artífice. Graduada de la Facultad de Biología de la Universidad de La Habana, hoy es jefa del grupo de biomarcadores, un campo crucial para la medicina de precisión. Pero su camino comenzó en los cimientos, en el Instituto Nacional de Oncología, donde un sueño colectivo empezaba a tomar forma.

Recuerda con gratitud a sus mentores: a Luis Enrique Fernández, su guía inicial; a Ana María Vázquez, “generadora de los primeros anticuerpos monoclonales de Cuba”; y, de manera especial, a Rolando Pérez, el primer director de investigaciones del CIM, a quien atribuye “la sabiduría de… conjugar los intereses personales con los intereses colectivos”. Esa capacidad de tejer voluntades fue clave en los años 90, un período de escasez extrema donde, contra todo pronóstico, brotó la audacia científica.

“En los mismos años 90 ya estamos haciendo ensayos clínicos en humanos”, relata, destacando la osadía de “revolucionar la oncología en Cuba”. Un acto revolucionario fue, incluso, explicarle a los pacientes su diagnóstico: “explicarle a las personas que tenían cáncer… en aquella época no se decía”. Fue el inicio de un vínculo profundo con hospitales como el Oncológico o el Celestino Hernández de Villa Clara, que se convirtieron en baluartes de la investigación.

La historia de Adriana está plagada de anécdotas que mezclan el ingenio con la precariedad heroica de los años especiales. Una de sus favoritas, que “todo el mundo se echa a reír”, es la del modelo animal para probar las primeras vacunas: pollos. “Fuimos a la empresa avícola y bueno, los convencí, nos dieron 200 pollos cada 4 meses por dos años”. El bioterio no estaba equipado para aves, así que instalaron el experimento en una finca en las afueras de Calabazar. “Iba todos los días a Calabazar con una caja en una motocicleta… en el sidecar iban las vacunas y yo iba detrás del chofer”. De aquellos pollos “salieron 3 vacunas” y, bromea, “los pollos fueron los perros nuestros”, en una analogía con los famosos canes de Pávlov.

Foto: Naturaleza Secreta.

Su compromiso la llevó luego a asumir durante 15 años un rol “desenergizante”, pero necesario: gerente de proyectos. “Tener un producto de ensayo clínico significa que cuando uno le pide a las personas que participen, voluntarios… el compromiso es más grande”. Coordinaba desde las materias primas hasta los ensayos, una labor de orquestación minuciosa que asegurara que la esperanza llegara en viales seguros y eficaces.

Hoy, su pasión está en los biomarcadores, la llave para la medicina personalizada. “Unas personas mejoran y otras no… para saber distinguir quiénes son esas personas hace falta el trabajo de conocer estos marcadores”. Es un paso más en la búsqueda de tratamientos no solo efectivos, sino también inteligentes y económicamente sostenibles para un país de medianos ingresos. “Es necesario tener productos que ayuden a las personas y ayuden a la economía del país”, reflexiona, mostrando una visión integral de la ciencia aplicada.

Al preguntarle cómo ha compatibilizado esta entrega total con la vida personal, su respuesta es franca: “Al principio era complicado… y todo el mundo lo ve a uno como un poco loco”. Agradece el apoyo inquebrantable de su familia, esos que le decían “llévate estas croquetitas” o “quédate a dormir”. En su casa, celebra, “todos han tenido la oportunidad… de ver, que además esa es una de las cosas más gratas que le puede pasar a un científico: pude ver que ayudé a las personas”.

Sobre la Orden Carlos J. Finlay, se le quiebra un poco la voz: “Es un orgullo… más por lo que Finlay significa”. Y cuando se le pregunta, al final, qué significa el CIM para ella, la respuesta es breve, profunda y desgarradoramente bella: “Mi vida… Yo no tengo niños… esos son mis niños”.

Foto: Naturaleza Secreta.

Adriana Carr Pérez, la fundadora que viajaba con vacunas en el sidecar de una moto para salvar vidas humanas, resume en esa frase el amor maternal que ha puesto en cada proyecto, en cada ensayo, en cada frasco de esperanza que ha salido de su Centro. Su historia es la de una pasión que se funde con la institución, la de una mujer para quien la ciencia no es una profesión, sino la razón de ser.

Foto: Naturaleza Secreta.

(Tomado del perfil de Facebook del autor)