José Martí

No hay cubano que no lleve en el silencio de su alma a José Martí. Cuba no inventó a Martí, él es, como dijo un poeta,  “el resumen de un pueblo hecho hombre”. Pero, ¿quién es el gigante que nace antes del amanecer y cae bañado por la luz entre un dagame y un fustete en  la redentora manigua?

Ante su memoria la palabra que lo define se hace pequeña y escurridiza; quizás sea porque el lazo que nos une a Martí es cordial como la luz que se despierta en  los hombros de los árboles.

El  “Cordero de Dos Ríos”, como le llamaría el poeta Emilio Ballagas, tenía un par de manos que no se hicieron para matar; sus pasos hicieron trillos por las páginas de Abdala para advertirle a Doña Leonor que sus dolorosas nupcias eran con la patria; pero calma el dolor a la madre con la promesa de las flores naciendo entre afiladas espinas.

Todo lo sufre el hijo: El  negro ahorcado en un ceibo del monte; el martirio de las canteras de San Lázaro, la condena del prisionero en la lejana Isla de Pinos, la deportación a España, la ausencia en las horas de pobreza y de muerte en la familia, el matrimonio roto, el frío de Nueva York; la copa envenenada, la cruz sobre los hombros, la guerra; el disparo. Todo lo sufre el hijo; y también la madre.

Pensó, con la calentura de todos los sueños juntos, un proyecto de nación para dar vida a todos los hombres que amaran la dignidad del ser humano como asunto de familia. Amó a Dios y a la patria; y a los pobres de la tierra, con los que echó suerte sin lanzar monedas al aire.

Vino de todas partes, con la música ancestral de los pueblos, con  los dolores de los olvidados de la tierra, con los rostros de cada ciudadano del mundo, vino vestido de africano, inca o anamita. Y hacia todas partes fue, porque cuando se dice hombre, “ya se han dicho todos los derechos”. Pero antes nos dejó en el tronco de una palma,  la semilla heroica de la fe un nuestra tierra.

El ejercicio de la política no es ajeno a cultura y ética, porque considera que la política es el arte de hacer felices a los hombres. Con su pensamiento esférico, defiende las ideas, aún  desde el fondo de una cueva, y su guerra no es contra el hombre sino contra la maldad que impide la justicia.

 Martí, es como diría Gabriela, la trinidad terrenal: Hombre, mujer y niño en una persona memorable; es héroe y poeta, taita que conoce los secretos del monte y de los hombres, curandero espiritual de la nación cubana y la humanidad: el que ocupa la casa del alibi lezamiano, “misterio que nos acompaña” y por ello, fuente inagotable de espiritualidad alzada desde el amor.

Martí está frente al portal de su tierra, llama a los que saben amar y a los vencidos por el odio, cierra el paso a los peligros, como un viejo Elegguá en la puerta de los caminos; es la  imagen del pueblo en las manos de Fabelo.

Es el Homagno, generoso, puro y cósmico que se considera un pecador, pero no en el modo de amar a los hombres. Nace en la madrugada del viernes 28 de enero de 1853, y cuando tres disparos le fracturan el cuerpo, el domingo 19 de mayo de 1895, no rompen su voz, ni los dedos, ni las ideas que se elevan desde el fondo de la historia.  El sol de mayo cayéndole en la cara, es el verso sencillo de la sangre, el premio a morir con el  honor de los que son buenos.

No busquemos hoy un homenaje vacío, formalidades, bustos de ocasión en los rincones, recopilación de frases lanzadas al margen de los dolores que le dieron fuerza revolucionaria. Martí  es más que una fecha en la memoria.

Es guía de todo el que entre en su inmenso bosque, de un médico o un barbero, del guajiro que atraviesa una guardarraya, del maestro que se inclina ante el cuaderno de  un niño, de la madre que nos despide con una sonrisa en el vestido. Es un camino en los que viven la Patria desde la piedad y la ternura.

Tengamos la mejilla lista para sentir el dolor del hombre; y en las venas la humanidad entera para ser criaturas de la luz. Ese es el mejor homenaje, vivir la lucidez de una estrella que guía y nos salva.